No suele ser frecuente que uno de los libros más importantes, influyentes y conocidos de un escritor sea un conjunto de relatos. Desde el siglo XIX la novela se ha ido imponiendo como el formato estándar de las grandes obras de la literatura, y el relato (que de todas formas continúa siendo un formato de poderosa salud en el mundo anglosajón) ha ido perdiendo protagonismo lentamente.
Pero eso es lo que ocurre con Yo, robot, un volumen publicado por primera vez en 1950 que recogía diversos cuentos escritos por Isaac Asimov, uno de los padres de la ciencia-ficción moderna. Asimov, científico de profesión y autor de novelas como Bóvedas de acero, Robots e imperio o El sol desnudo, en las que los robots siguen siendo piezas claves de su tablero narrativo, logró con su colección de relatos establecer unos sólidos parámetros en los cuales enmarcar las relaciones entre robots y seres humanos: las tres leyes de la robótica:
1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Con estos mimbres, más el protagonismo de la robopsicóloga Susan Calvin, uno de los grandes personajes de Asimov, el “doctor” (como era conocido en aquellos años) aborda no sólo esas relaciones, siempre tirantes, entre humanos y seres de metal, sino también la personalidad de los seres mecánicos, su psicología y, porqué no, su alma.
Yo, robot incluye narraciones entrañables (Robbie), apuntes sobre la conciencia y la inteligencia mecánicas (Razón), o hasta la disyuntiva última: la imposible diferenciación entre robot y ser humano (La prueba). En todos ellos, Asimov muestra una peculiar empatía con sus creaciones de metal, un cariño y una comprensión que a veces, incluso de torna en admiración. Los robots no defraudan a nadie, nunca traicionan, son siempre fieles, leales, lógicos… seres de una pieza.