Ray Bradbury es conocido
principalmente por sus novelas de ciencia ficción, entre las cuales destacan
poderosamente Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. No obstante, Bradbury
también es autor de algunas novelas alejadas de la literatura fantástica,
aunque igualmente maravillosas, como Las
doradas manzanas del Sol o la que ahora nos ocupa, El vino del estío. En esta última novela, la poética, vibrante y evocadora prosa
de Bradbury nos traslada a los años previos a la Gran Depresión de 1929, a un
apacible pueblo del estado de Illinois, donde el tiempo transcurre plácidamente
entre hitos y ritos pequeños y familiares. Al desarrollo de la vida cotidiana
de Green Town asistimos del brazo de Douglas Spaulding, un chaval de 12 años, y
su familia, que engloba cuatro generaciones. Comienza el verano, y Douglas y su
hermano Tom se aprestan a embotellar esos meses de sol y hierba agostada en la
bodega fresca y seca de su memoria.
Desde la óptica de ambos hermanos, en el que un simple
helado es una maravilla inesperada y una caída en una zanja, una melodramática
aventura, Green Town es la sede de personajes fabulosos y continuos portentos.
El tranvía que se jubila para dejar paso al ómnibus, los primeros automóviles,
la cañada cercana (fruto de rumores y ominosas leyendas), los recuerdos de un
viejo coronel retirado, el imposible amor entre varias generaciones de
distancia, la ruidosa y fútil construcción de una máquina de la felicidad por
parte del joyero del pueblo,…
Aunque en realidad, El vino del estío de lo que habla es de
los recuerdos, de la infancia, del proceso de crecimiento y maduración de los
seres humanos, de la conservación de la capacidad para maravillarse y hacer de
cada día una verdadera aventura. Como el vino de diente de león que Douglas y
su hermano Tom, junto a su abuelo, embotellan diariamente. Es memoria pura,
memoria de un verano, de todos los veranos que en todas las partes del mundo
todo niño o adolescente han vivido y han quedado impresos en sus recuerdos para
siempre.
Y todo trufado por la pluma evocadora
y volátil de Bradbury, un genio de la metáfora y la calificación, pura miel
literaria capaz de hacernos rememorar nuestros veranos, nuestras casi olvidadas
maravillas infantiles, y hasta al niño que nunca deberíamos de dejar de llevar
en nuestro interior. El vino del estío
es una joya que flota arrostrando los embates del tiempo, que se alza entre
hierba agostada y noches sofocantes para recordarnos que la vida, si uno lo
desea, sigue pudiendo ser una maravilla.
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