¡Ah, los libros de moda! Uno siente (al menos yo) cierta aprensión al acercarse a ellos, por diferentes motivos. Uno: la alta probabilidad de decepcionarse con un libro, autor o saga que la mitad de la Humanidad se empeña en calificar como increíble, inexcusable, de obligada referencia, etc. Dos: el temor de, una vez leído y asimilado, la opinión propia no comulgue con la corriente principal y uno se sienta que no está en la onda, o bien que su parecer y opinión no responde a los parámetros de lo políticamente (¿literariamente?) correcto. Veamos,… Stieg Larsson. Escritor novel, periodista, sueco, fallecido justo antes de ver publicada su primera obra, Los hombres que no amaban a las mujeres… Un perfil original, poco común, y un runrún de rumores que hablan de un fenómeno masivo de ventas, traducciones a doscientos mil idiomas, rodaje de una película (o dos, o tres). ¡Uf!
Bien: Planteamiento de la primera entrega, Los hombres que no amaban a las mujeres: después de una condena judicial por libelo, el prestigioso periodista Mikael Blomkvist recibe el extraño encargo de investigar la desaparición o posible muerte de la sobrina de Henrik Vanger, un anciano potentado sueco, acaecida cuarenta años atrás; para dicho cometido, Blomkvist contará con la inesperada y en apariencia dudosa ayuda de Lisbeth Salander, una sociópata experta en investigaciones informáticas secretas incapaz de relacionarse de una manera mínimamente congruente con el resto de la raza humana. Ni que decir tiene que ambos improbables colaboradores acaban descubriendo la verdad escondida tras la desaparición de la sobrina de Vanger, a la vez que destapan y ponen en solfa una cadena de asesinatos cruentos realizados sobre mujeres, y finalmente consiguen rehabilitar, con la ayuda de Vanger, el buen nombre periodístico de Blomkvist.
En cuanto a la segunda de las novelas que componen la trilogía, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, volvemos a encontrar a nuestros dos particulares investigadores. En este caso, Lisbeth Salander es el centro de la trama, viéndose involucrada en una compleja investigación criminal por varios asesinatos (su administrador y dos periodistas que trabajan, vaya por Dios, en Millennium, la revista de Blomkvist) de los que resulta principal sospechosa. Una sórdida historia de tráfico ilegal de mujeres y prostitución, en cuya investigación trabajaban los periodistas asesinados, es el misterioso telón de fondo del argumento, en el cual irrumpe Mikael Blomkvist para ayudar a su antigua colaboradora y vengar la muerte de sus compañeros de profesión en una búsqueda en la que confluyen diferentes intereses y que termina por descubrir el más remoto y negro pasado de Lisbeth Salander. Más de 1.200 páginas en total, a la espera de la publicación del tercer volumen de la trilogía, La reina en el Palacio de las Corrientes de aire. Más de 10 millones de ejemplares vendidos, y una incipiente larssonmanía que arrasa Europa y amenaza con convertir al desaparecido periodista y escritor sueco en un mito moderno.
No obstante, debo decir que esta trilogía tiene sus claroscuros, sus luces y sus sombras. Es cierto que el ritmo es trepidante, y que ambas novelas son sumamente entretenidas. Es verdad también que gozan las dos de la frescura y la novedad de presentar tramas que transcurren en una Suecia moderna prácticamente desconocida por estas latitudes. Es asimismo innegable que el personaje de Mikael Blomkvist es coherente, compacto, a buen seguro basado en las propias vivencias de Larsson como periodista e investigador. Y por supuesto nadie puede negar que Lisbeth Salander es todo un descubrimiento y un acierto descomunal, un personaje llamado a figurar en la galería de grandes inspiraciones de la literatura moderna, una antihéroe modélica, una outsider que vive fuera del sistema, tan discapacitada socialmente como brillante en sus labores de investigadora al margen de ese sistema del que tanto reniega. Cuentan también ambas novelas con una eficaz galería de secundarios, como Henrik Vagner, Erika Berger (socia y amante de Blomkvist), Dragan Armanskij (coyuntural superior de Salander), el inspector Jan Bublanski…
Pero… Sí, hay peros. Cierto detallismo a mi juicio innecesario (¿en serio hace falta especificar si cada compra de los protagonistas se realiza al contado o con tarjeta de crédito?), un desarrollo desigual en cuanto a ritmo y resolución (en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina en realidad no ocurre nada de nada hasta pasadas las 250 páginas y luego su final es tan abrupto y silente como un anochecer boreal), un derroche de “casualidades” en una ciudad con una población de más de un millón de personas…
Sin embargo, esto no serían más que notas al pie, fruslerías sin verdadero peso e importancia si no fuera porque, en mi opinión, las dos obras adolecen de algo que muchas veces se olvida en literatura: magia. Y la magia no es más que la capacidad de hacer soñar y trascender, de evocar un nuevo mundo con una simple palabra, de provocar sentimientos y emociones con un conjunto de adjetivos y metáforas, de perdernos en un universo hecho de sintagmas y oraciones que viven y mutan y crecen y adquieren vida propia, y te arrastran hacia su interior, y no te dejan volver a tu gris, triste y monótona realidad. Y de esa magia, de esa cualidad feérica y maravillosa, carece esta trilogía (o al menos sus dos primeras entregas), mal que le pese al recién estrenado ejército de rendidos larssonianos que por todos los rincones de Europa forman sus pelotones y brigadas.
¿Qué tenemos, pues, en esta trilogía Millennium? ¿Un Ruiz Zafón escandinavo más prosaico y funcional? ¿Una literatura Ikea, lista para ser consumida en grandes cantidades, fabricada como en un molde del que podrían surgir incontables productos similares? Bueno, tiempo al tiempo. En todo caso, repito: obras entretenidas, con buen ritmo, interesantes, apropiadas para distraerse y abstraerse en ellas de la dura vida cotidiana. Pero no mucho más (ni menos tampoco).